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Francisco, Obispo de Roma: Pequeñas reflexiones

jueves, 25 de abril de 2013

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Es un hombre de gobierno

Francisco, Obispo de Roma: Pequeñas reflexiones

La mejor reforma es aquella que ni se nota que la estás haciendo

José Antonio Fortea, 25 de abril de 2013 a las 10:58
 Lograr que los curiales y los obispos del mundo sean hombres del Espíritu, hombres renacidos del Evangelio
(José A. Fortea).- Los papados, desde el comienzo de la Iglesia, se mueven en un suave y nada brusco movimiento pendular entre la expansión ritual y la contracción. Si no fuera así, la acumulación ininterrumpida de ritualidad y protocolo acabaría invadiéndolo todo. Esto vale para las prendas eclesiásticas, para las normas que rigen dentro de la Casa Pontificia, y para todo. La gente se fija mucho en estas cosas, pero no tienen más importancia que la que tienen.
Los comentaristas también se fijan mucho en si tal pontífice del siglo cual se encontró a un indigente y le dio una limosna, o si tal otro llevó tales o cuales zapatos. Estas cosas también llaman mucho la atención del pueblo fiel. Pero todo esto debe ser valorado en su justa medida.
Donde, de verdad, se aprecia la talla de un sumo pontífice es en su labor de gobierno. Y las grandes decisiones de gobierno, normalmente, suelen ser desconocidas para el común de los mortales, porque son decisiones muy técnicas y difíciles de comprender para el que no conoce la maquinaria vaticana o el gigantesco mecanismo eclesiológico de la Iglesia universal.
Pongo un ejemplo, si yo quisiera cambiar la entera Iglesia Católica, sólo necesito que me dejen hacer unos cinco nombramientos en la Congregación de Obispos. Con esos pocos nombramientos, un pontificado de duración media y firme determinación se puede cambiar la entera faz del clero, de las facultades de teología y, con el tiempo, del Sacro Colegio.
No habría ninguna necesidad de hacer nada ni en la Congregación de Obispos, ni en la del Clero, ni en la de la Doctrina de la Fe, ni en la del Culto Divino, ni en el resto de pontificios consejos. Cinco nombramientos bastan. Éste es un ejemplo de como cambiando pocas cosas, todo puede cambiar. Y, por el contrario, de cómo cambiando infinidad de cosas, todo puede volver a su ser habitual.
Para cambiar todo, normalmente, no se requiere dar golpes en la mesa. Aunque, a veces, sí. Juan Pablo II fue un ejemplo de cómo cambiar las facultades romanas de teología poco a poco, sin gritos ni aspavientos. La mejor reforma es aquella que ni se nota que la estás haciendo. No todo el mundo tiene la pillería, los nervios de acero y la paciencia para mantener un rumbo firme a la justa velocidad prudente.
Todos los comentaristas suelen repetir y repetir que el Papa Francisco tiene que cambiar la Curia Romana. Sí, la Curia requiere un cambio. Pero el cambio que necesita a lo mejor no es el que la gente cree. La semana pasada a una persona del cuerpo diplomático que me decía eso, le pregunté: muy bien, ¿y usted qué cree que hay que cambiar? Su respuesta volvía a repetir con otras palabras que era la Curia la que tenía que cambiar. Sí, sí, ¿pero qué? ¿En concreto, qué? Mi interlocutor volvía a repetir generalidades, como no esperaba yo de otra manera. Eso sí, se trataba de una persona inteligente y su repetición era progresivamente más titubeante.
Evidentemente, si la reforma consiste en que lo único que sobra son unas cuantas salas del Palacio Apostólico de techo alto y con pinturas en las paredes, eso no va muy lejos. Si la reforma consiste en que la Curia tiene que ser más pequeña, cualquiera se sorprendería de los datos concretos acerca de la poca gente que hay trabajando en los dicasterios.
No, la reforma que el Vaticano necesita, consiste en cosas más profundas. Cosas que no voy a me voy a detener a exponer aquí, porque requeriría antes explicar a la gente cómo es el Vaticano real, no el imaginario, no el de Los Borgia de Antena 3.
La gente puede estar tranquila, el Papa conoce bien la Curia. Es un hombre de gobierno, lleva muchos años como pastor de una de las archidiócesis más grandes del mundo. Es un hombre del espíritu y sensato; amante de los más necesitados, pero no un iconoclasta; renovador y ortodoxo. ¿Cómo lo sé? Porque ya he hablado con un cierto número de argentinos que lo conocían, que han dialogado con él distendidamente del modo más informal tras una comida, tras una cena. Eso es lo bueno de Roma. Que si te pones a investigar, aquí no necesitas ir muy lejos.
Todos esperamos mucho de este pontificado. Pero recordadlo, las decisiones más importantes serán aquellas que no salen en las noticias. La gente se seguirá fijando en los zapatos. Pero serán dos o tres de los pesos pesados del Colegio de Cardenales, mientras cenan juntos en la intimidad de una residencia, los que perfilarán el más acertado análisis de las medidas que se vayan tomando.
Son esas conversaciones en las que se baja la voz cuando entra un camarero a servir un poco más de agua, las que saben. El problema es que el personal ya está un poco harto de oir en las noticias de la televisión siempre a los que no saben, a los de la Wikipedia, a los de los cinco lugares comunes repetidos del modo más cansino posible.
Y perdidos ellos en sus complots imaginarios y sus fantasías vaticanas, siempre se dejan lo más importante: la reforma que necesita la Iglesia es la del Espíritu. Lograr que los curiales y los obispos del mundo sean hombres del Espíritu, hombres renacidos del Evangelio. Ésa es la gran reforma que se precisa. Y ésa es la que sin hacer ruido, estoy seguro, que hará nuestro Papa.
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